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Esperpéntico

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«Cosa mal hecha, persona fea o ridícula» es como María Moliner define este término. Sin embargo, el drae acota que, además de ser aquel hecho grotesco o desatinado, persona o cosa notable por su fealdad, desaliño o mala traza, esta palabra también alude al género literario creado por Ramón del Valle-Inclán, escritor español de la generación del 98, en el que se deforma la realidad, recargando sus rasgos grotescos, sometiendo a una elaboración muy personal el lenguaje coloquial y desgarrado.

Corominas, por su parte, nos dice que desde 1878 se usa en referencia a alguna persona o cosa muy fea —como la casa de mi vecina—, y que durante ese mismo siglo se entendía como un «desatino literario». Refiere, además, que su origen es incierto.

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Diletante

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Si no eres un estudioso de la música, pero tienes todos los discos de los Beatles u otra banda e incluso practicas sus coros con la ayuda de un Guitarra Fácil, entonces hay para ti un término que, aunque empleado a veces peyorativamente, puede describirte con más caché que el simple amateur.

Según el drae, diletante proviene del italiano dilettante, gerundio del verbo dilettare y éste, a su vez, del latín delectare: ‘encantar, agradar, regocijarse’. Este adjetivo designa al «conocedor o aficionado a las artes, especialmente a la música»; también, a quien «cultiva algún campo del saber, o se interesa por él, como aficionado y no como profesional». María Moliner diría —más bruscamente de lo que algunos quisieran— que se aplica a «la persona que cultiva un arte por pasatiempo, sin capacidad suficiente para ejercitarlo seriamente».

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Morganático

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Si escuchas el adjetivo morganático, ¿qué se le viene a la mente? ¿Alguien de mucha alcurnia?, ¿alguna enfermedad de la sangre?, ¿una pócima a prueba de brujas y hechiceras?

Ayer justo me encontré con esta palabrota junto al sustantivo matrimonio —«matrimonio morganático»— en una revista de ésas que se meten en la vida de los nobles, así que decidí dilucidar su historia. Y hela aquí.

Bueno, la cosa es que la palabreja viene del bajo latín —ése que se hablaba en la Edad Media— morganatĭcum, y éste, a su vez, del vocablo latino antiguo morgan, de morgangeba —de origen alemán—, que significa «regalo matinal» —morgan, «mañana» (¿les suena el inglés morning?)— y que, junto con el sufijo latino -atĭcus, «relacionado con», terminó en este egregio vocablo.

Morganático significa algo así como «lo relacionado con el regalo que se da la mañana siguiente del día de la boda a la mujer», y proviene de una norma surgida en la sociedad germánica medieval que posteriormente se extendió a toda Europa, la cual estaba regida por un ritual especial: la mañana que seguía a la noche de bodas, el marido daba a su mujer un regalo simbólico, y ella, al recibirlo, perdía todo derecho a reclamaciones posteriores sobre las posesiones del marido, renuncia que se hacía extensiva a los hijos de ambos.

Complicado, ¿no crees? Pero no más que el hecho mismo de tomar la decisión de contraer matrimonio o convertirse en un esposo o esposa morganático, ya que no debe ser fácil que te digan «plebeya» y lo asumas así como así. Y digo «plebeya» porque en la mayoría de los casos estos matrimonios se realizan entre un noble y una mujer de condición humilde, que no al revés, y los hijos nacidos —considerados morganáticos en la práctica, pero legalmente legítimos—no son susceptibles de heredar títulos ni posesiones nobiliarias.

Este tipo de matrimonio —muy común durante la época feudal—, también se conoce como «de mano izquierda» —porque el marido le daba la mano izquierda, que no la derecha, a la mujer durante la ceremonia—. ¿Siniestro, no? O como «matrimonio sálico», de salio o salia, miembro de uno de los antiguos pueblos francos que habitaban la Germania inferior —parecido a la ley sálica, que excluye del trono a las hembras y a sus descendientes.

«No obstante los preceptos, esta forma de matrimonio no ha dejado de ser despectiva»,1 Francisco Seix, Enciclopedia jurídica española, Barcelona: 1910. y justo se puso de moda hace algún tiempo, cuando en España se casó la actual reina de España —toda una plebeya— con el ahora rey Felipe de Borbón y, para sorpresa de muchos, su matrimonio no fue considerado morganático, aunque sí el de las dos infantas. Sin embargo, el matrimonio del entonces heredero a la corona con una divorciada perteneciente a una familia plebeya de clase media baja podría considerarse «a todas luces de rango inferior» y, aun así, no lo fue, lo que nos deja ver que en todos lados «se cuecen habas».

La Pragmática Sanción de 1776, que dictó Carlos iii para evitar matrimonios en España, en América sirvió para impedir enlaces entre españoles y mestizos o indios.

Casos en la historia de matrimonios morganáticos hay muchos. Podríamos citar el de Luis xiv, el Rey Sol —quien tuviera el reinado más largo de toda la historia europea—, que un año después de la muerte de la reina María Teresa de Austria contrajo matrimonio morganático con una mujer «piadosa, pero de pasado oscuro», Françoise d’Aubigné, marquesa de Maintenon.

Ya en el siglo xx, en Inglaterra, Eduardo viii contrajo nupcias con la divorciada Wallis Simpson, matrimonio morganático que lo obligó a abdicar el mismo año al trono —1936—, el cual recayó en su hermano Jorge vi, padre de la actual Isabel ii.

En 2006, la bbc afirmó que la abdicación de Eduardo viii no fue por amor, sino por una conspiración tramada entre el primer ministro, la Iglesia y los miembros de la familia real.

Pero también podríamos citar, en España, el caso de los hermanos de don Juan de Borbón, padre del anterior rey de esa nación, Juan Carlos, que renunciaron al trono por sus correspondientes matrimonios morganáticos: don Alfonso con doña Edelmira Sampedro y don Jaime con doña Emanuela de Dampierre y Rúspoli.

No cabe duda de que cuando se contrae matrimonio, todas las condiciones deben ser congruentes. Aunque existen reglas fijas sobre la materia en las dinastías, todas ellas son susceptibles de romperse, como en el caso de España y en muchos más que no citaré, porque lo de nosotros en este artículo es la palabra, no la cuestión monárquica. Lo que sí me gustaría dejar en claro es que, si se pierde la tradición y el referente dinástico siempre que se le da la gana a algún monarca, cualquiera puede llegar a ser rey o reina; así, pues, ¿qué más da sangre azul o roja?

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Ombudsman

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La primera vez que escuché la palabra Ombudsman pensé que se referían a un héroe de ficción como Superman, Ultraman, He-Man, Spiderman, Batman, Aquaman o Birdman; sin embargo, después de saber su origen, sus valores y sus características, me queda claro que para ser un auténtico superhéroe no se necesita pertenecer al Salón de la Justicia.

El Ombudsman surgió durante el ocaso de la monarquía absoluta sueca (1772-1809), en la cual el poder del rey sometía por igual a jueces y funcionarios. Esto hizo que, invocando la división de poderes de Montesquieu, se considerara la pertinencia de un funcionario, autónomo del poder Ejecutivo, que fungiera como representante de los ciudadanos frente a las malas acciones de los trabajadores del gobierno.

La figura cobró valor jurídico en la Constitución de 1809, bajo la designación Ombudsman —del sueco antiguo umboosmaor—, palabra compuesta por las raíces ombud, «el de la voz», y man, «hombre», y cuyo significado es «representante del ciudadano». Su traducción puede ser «comisionado, procurador, delegado, agente, vocero, consejero legal, gestor, procurador o delegado de justicia».

La palabra y la figura jurídica del Ombudsman surgieron en el Golfo de Botnia —territorio ocupado actualmente por Finlandia y Suecia—.

La situación geográfica de Suecia —que promueve un cierto aislamiento cultural y lingüístico— hizo que la difusión de este concepto fuera muy lenta, pues, en realidad, fue a partir de la posguerra cuando, renovado el interés por los derechos humanos y la participación ciudadana, fue favorecida la propagación de esta figura.

En las últimas décadas ha logrado su mayor nivel de desarrollo, al conseguir ampliar su presencia más allá de la defensa de los derechos humanos y al tener como principios rectores la apoliticidad y la imparcialidad.

Así, hemos visto que, dadas las responsabilidades que conlleva su función, un Ombudsman, más que un superhéroe o un superhombre, debería ser, cuando menos, un hombre de bien.

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Zaquizamí

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«Y la vida interior del pueblo debía ser tan modesta y poco ganosa de comodidades, que quedaba satisfecho con cualquier cosa, con un hediondo portal, con una oscura empinada escalera y con media docena de estrechos y desnudos aposentos, coronados por un mezquino zaquizamí.» Ramón Mesonero Romanos

Gracias a la llegada de los musulmanes a la Península Ibérica —en el año 711—, muchos términos de origen árabe se incorporaron al español. Los árabes, expulsados por Isabel «La Católica», se fueron de España en 1492, pero sus palabras se quedaron para la posteridad, entre ellas, azul, dado, jarabe, limón, zanahoria, mezquino, fulano o zaquizamí.

El zaquizamí es un desván, una habitación pequeña, poco limpia y desacomodada. Pero también se le llama así al cuarto sobrado o al último piso de una vivienda y, debido a su etimología, además posee la acepción de «cubierta de madera que se pone a un techo»: del árabe hispánico سقف في السماء —saqf fi [as]sami—, «techo en el cielo».

Casi todos tenemos un zaquizamí, ya sea porque nuestra recámara esté muy desordenada, porque tengamos un cuarto sobrado en el último piso de la casa o por tener una cubierta de madera en el ático. Así que ahora sabemos que lo que realmente tenemos es más especial: tenemos un «techo en el cielo».

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Epifanía

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Tengo una amiga con muchos nombres y uno de ellos es Epifanía. Su padre, un reconocido matemático, intuyó que el bebé que tendría sería una niña, por lo que, cuando nació, le hizo honor a su presentimiento llamándola así; y es que esta palabra, procedente del griego επιφα ́ νεια /epifáneia/, significa: «manifestación», «revelación» o «aparición».

Sin embargo, en la tradición católica, Epifanía se refiere a una fiesta celebrada cada 6 de enero… ¿Qué ése no es el Día de los Reyes Magos? Pues sí, todos nos referimos a esa fecha como «el Día de Reyes», cuando se come rosca y los «Santos Reyes» dejan, durante la madrugada, regalos a los niños bien portados. No obstante, lo que en realidad se festeja es la Epifanía o la manifestación de Jesús a todos los pueblos del mundo en su calidad de Mesías. Y, ¿qué tiene que ver esto con los Reyes Magos? Pues todo. Ya lo verán.

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Se piensa que los tres Reyes Magos eran hombres poderosos y sabios que provenían de naciones al oriente del Mediterráneo y, por lo tanto, representaban a los pueblos gentiles —no judíos—, cuya visita al Niño Jesús simbolizaba el reconocimiento del mundo pagano a Cristo como el salvador de la humanidad.

La historia de esta celebración se fundamenta en el Evangelio según San Mateo (2:1-12), en donde se cuenta que: «Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempo del rey Herodes, unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén diciendo: “¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?, pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle” [...] y he aquí que la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos hasta que llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el Niño [...]. Entraron en la casa; vieron al Niño con María, su madre, y, postrándose, le adoraron; abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra». Tiempo después, los tres regalos fueron asociados con tres personas, o reyes, a quienes se les identificó como Melchor, Gaspar y Baltasar.

Es así como tuvo lugar «la manifestación» o «revelación» que derivó en la adoración de los Reyes Magos; tema que, por su parte, siempre ha sido muy popular en el arte sacro.

Ahora bien, la verdad es que esta celebración católica tiene su antecedente en una fiesta pagana originaria del área de Alejandría y Siria, en la que festejaban el nacimiento del Sol a partir del solsticio de invierno, que ocurría en los primeros seis días de enero. Una de las manifestaciones más claras de este fenómeno era que el astro irrumpía en el cielo en plenitud con nueva luz después de los oscuros días de invierno, hecho que fue interpretado como una «revelación» del poder divino; de ahí que le llamaran Epifanía.

Extremaunción —y santos óleos—

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Lo extremo puede ser emocionante, pues no importa si hablamos de que algo está en su grado más intenso o en su punto final, lo extremo altera el ánimo.

Por eso, cuando de niña escuché a la madre Conchita decir que no tardaba en llegar el padre para darle la extremaunción a don Delfino, no pude evitar sentir tristeza, pues intuía que en este caso el extremo se refería al fin de la vida del eterno conserje de la escuela. Y ahora no me cabe duda de que sólo una palabrota como ésta puede nombrar acto tan sagrado, aunque, ¿qué tiene que ver la unción?

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La unción se relaciona con los óleos, es decir, los que se les aplican a aquellos que están próximos a la muerte. Por eso, estos no son cualquier óleo, sino santos, y, de hecho, al acto de dar la extremaunción también se le puede decir «dar los santos óleos» o, simple y llanamente «dar los óleos», que no son otra cosa que aceite de oliva bendecido.

Ungir o untar aceite como parte de un acto sagrado es una costumbre que viene del siglo vi, cuando este preciado líquido se transportaba de Jerusalén a Europa, después de arder día y noche frente a las tumbas de los santos. Y se usa aceite, porque sus características reflejan muy bien los conceptos sagrados: prosperidad, vitalidad y transparencia luminosa; además, es alimento indispensable, medicina y fuente de luz en las lámparas.

Extremaunción se refiere, entonces, a la última unción de aceite sagrado, pero pronto dejará de ser palabrota para convertirse en arcaísmo, pues, desde el Concilio Vaticano ii (1965), se prefiere como nombre oficial «unción a los enfermos», debido a que ya no sólo aquellos que están próximos a la muerte pueden recibirla, sino también todos los enfermos graves y las personas que hayan cumplido 65 años, aunque estén sanas.

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Ergonomía

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¿Acaso crees que la ergonomía es una especie de manía? Aunque tal vez para muchos de nosotros lo sea, y lo digo porque todos gustamos de la comodidad y el confort, habría que aclarar que, más que una sensación placentera, es toda una ciencia.

Ergonomía proviene del griego ε ́ργον /érgon/, «obra, trabajo», y νο ́ μος /nómos/, «ley», por lo que literalmente se traduce como «ley del trabajo». Por su parte, la International Ergonomics Association la define como «la actividad de carácter multidisciplinario que se encarga del estudio de la conducta y las actividades de las personas, con el fin de adecuar los productos, sistemas, puestos de trabajo y entornos a las características, limitaciones y necesidades de sus usuarios, buscando optimizar su eficacia, seguridad y confort».

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En resumen, la ergonomía hace que los lugares, materiales y herramientas que usamos en la vida cotidiana funcionen adecuadamente para que cumplamos nuestro trabajo, además de que nos brinden comodidad sin que puedan causarnos daño. Para llegar a este objetivo, se fundamenta en ciencias como:

  • Biomecánica, que estudia las estructuras mecánicas del cuerpo humano, con el fin de obtener su rendimiento máximo.
  • Antropología, ciencia que estudia las medidas y proporciones del cuerpo humano —su tamaño, formas, fuerza y capacidad de trabajo—, lo que es utilísimo en la ergonomía, para determinar, por ejemplo, cómo debe ser una silla de acuerdo con la forma del cuerpo.
  • Psicología
  • Fisiología
  • Ingeniería industrial
  • Diseño
  • Arquitectura, entre otras.

Algunas ramas de la ergonomía son, por ejemplo, la ergonomía ambiental, que estudia las condiciones físicas —temperatura, nivel de los sonidos, iluminación— en que se desarrolla el hombre y que influyen directamente en el desempeño de sus actividades; la ergonomía de las necesidades específicas, que se enfoca principalmente al diseño y desarrollo de equipo para personas que presentan alguna discapacidad física, o bien, para la población infantil y escolar; o la ergonomía preventiva, que se encarga de las condiciones de seguridad, salud y confort laboral.

Como podemos ver, la ergonomía abarca un campo muy amplio, que se relaciona, mucho más de lo que pensamos, con la vida diaria. ¿Se había imaginado usted todo lo que conlleva, por ejemplo, el diseño de su silla y su espacio de trabajo? Ahora que tiene una idea, imagine la vida sin las investigaciones y las metodologías al respecto.

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Oráculo

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Algunos de nosotros hemos querido decirle a alguien «eres un oráculo», cuando algo que éste ha pronosticado se cumple al pie de la letra. Y en este sentido, no vamos mal encaminados.

Según el drae, un oráculo es la «contestación que las pitonisas y sacerdotes de la gentilidad pronunciaban como dada por los dioses a las consultas que ante sus ídolos se hacían».

Asimismo, cuando un oráculo hace profecías muy importantes, éstas pueden recibir también el nombre de oráculos, por la trascendencia que tienen en sí mismas y, por extensión, también se les dice oráculos a las personas admiradas o veneradas por su sabiduría, simplemente porque hablan como los mismísimos dioses.

Este vocablo deriva del latín oracŭlum, ‘oráculo’, que se forma de orare, ‘hablar’ y culum, ‘lugar’; de ahí que oráculo también se puede atribuir al lugar donde se hacen las predicciones.

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En muchas culturas antiguas hubo oráculos para que los mortales pudieran platicar con los dioses y consultarles acerca de su futuro. Para ejemplificar, uno de los más conocidos fue el de Delfos, en Grecia, lugar donde se consultaba al dios Apolo; se dice que este oráculo era de la Madre Tierra y que Apolo se lo robó; durante siglos fue uno de los más visitados y varias de sus predicciones fueron decisivas para modificar el rumbo de la historia griega.

Los oráculos, bajo la forma de médiums, adivinadores o incluso moluscos cefalópodos —pulpos—, han proliferado en la historia, y gente de todas las edades y clases sociales se guía por sus consejos, desde aquellos que sugieren las bolas de cristal, hasta los que aparecen en Internet. Hoy en día los encontramos en todas partes, pero al que desee guiar su vida por los consejos de estos «gurúes», le recomendamos que lo haga bajo su propio riesgo.

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Mengambrea

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«¡Era de pura mengambrea!» Salía de la inauguración de una exposición de artistas plásticos latinoamericanos, donde había gente de varios países, entonces oí que una chava le decía así a su amiga y me pregunté qué querría decir mengambrea, o megambrea, como a veces se oye.

Estaba segura de que hablaban de la exposición, pero, ¿se referían a una de las instalaciones, a las pinturas, a la obra montada en el sótano, a algún material o técnica? ¿Habría sido el apellido de algún expositor?… «Aunque, para ser apellido, no es muy agraciado», pensé.

Por casualidad, al día siguiente me encontré en la televisión con un reportaje que afirmaba que la Bahía del Jiquilisco, en El Salvador, era mengambrea para practicar deportes acuáticos. ¡Otra vez esa palabra! Así que no quise quedarme con la duda y la busqué en el diccionario, pues era claro que no se refería a ningún apellido, material o, mucho menos, una técnica. Así encontré que el drae la define como: «persona o cosa que reúne excelentes cualidades» y que es comúnmente utilizada en El Salvador… ¡Por supuesto! Ahora entendía la mengambrea de la exposición y de la Bahía del Jiquilisco.

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Pero, además, navegando por la red encontré otras acepciones. Mengambrea se refiere a algún asunto, tema, cuestión o tópico, por ejemplo: «Pasando a otra mengambrea, ¿viste el loco diseño de la camisa de ese cuate?». En México incluso se utiliza para designar algún enredo o situación que causa incertidumbre, como: «La ciudad está hecha una mengambrea, hay tránsito por todas partes».

Así que, si alguna vez quieres utilizar esta palabra, asegúrate de hacerlo de la mejor manera.

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Erudito

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Para referirnos a alguien que sabe mucho, que se mueve como pez en el agua en la literatura, la filosofía y la historia —o en cualquier rama del conocimiento humano—, generalmente usamos la palabra erudito. Una persona erudita es la que sabe de todo y puede hablar de todo.

Calificamos a un personaje de erudito para expresar que es letrado e ilustrado en general; es decir, que es culto, sin importar si es especialista en una materia.

«Prefiero un libro que me hable como un hombre, a un hombre que me hable como un libro». Miguel de Unamuno

Es curioso que la misma palabra se utilice para denotar tanto especialidad como generalidad. Según el drae, como adjetivo, erudito es alguien «instruido en varias ciencias, artes y otras materias» y, como sustantivo, «persona que conoce con amplitud los documentos relativos a una ciencia o arte».

La palabra viene del latín erudītus, de ex, ‘fuera de’, y rudis, ‘rudo’, o sea «grosero, burdo», «que está en bruto, no trabajado»; es decir, «el que se le quitó lo burdo». El Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, de Joan Corominas, lo consigna también como derivado de rudimentum, ‘rudimento’, los primeros recursos del proceso de aprendizaje. Hacia finales del siglo xvi, erudire significaba ‘quitar la rudeza’, ‘enseñar’.

Para la Encyclopædia Britannica, la erudición «denota aprendizaje o conocimiento, sobre todo, el relativo a la historia y las cosas antiguas, las lenguas y los libros, resultantes del estudio arduo y la lectura exhaustiva.» Así, lo erudito refiere al estudio, a la cultura libresca y enciclopédica, y se distancia de la sabiduría que proviene de la intuición, la experiencia y la vida cotidiana.

A pesar de ser una palabra que podría gozar de prestigio, el sustantivo ha sido criticado por escritores y filósofos que acusan a los eruditos de sólo acumular datos y referencias, en lugar de reflexionarlos y criticarlos, o de relacionarlos con los aprendizajes del trabajo y con formas y vías del conocimiento alternativas.

Por ejemplo, Ambrose Bierce definió erudición como «polvillo que cae de un libro a un cráneo vacío», e ignorante como «persona desprovista de ciertos conocimientos que usted posee, y sabedora de otras cosas que usted ignora», reivindicando la idea de que todos los humanos somos sujetos de conocimiento —y podemos saber mucho de algo— aun sin haber sido educados formalmente o de tener el hábito de la lectura y el estudio. Y, en la misma tónica, Amado Nervo manifestó: «la erudición es una forma de la pereza: evita, en efecto, la fatiga de pensar».

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Anosmático

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«Eres un anosmático de porra», gritaba una señora furiosa, mientras que, con un trapito minúsculo, trataba de quitarle a su hijo una enorme capa de maloliente lodo de encima.

Incluso, a pocos metros de distancia, el niño despedía un olor terrible y aún así él estaba tan campante. Me pregunté qué clase de ofensa sería ésa, y fue mi compañero de caminata el que terminaría con mis devaneos freudianos: anosmático es aquel que es incapaz de oler.

Percibimos el olor a menta, a podrido, a basura, a tabaco, a tierra mojada, a combustible, a café; sabemos que ya se quemó el pan, se tiró la leche y se nos achicharró el pelo con la secadora; nos damos cuenta de que le hace falta un cambio de pañal al bebé o que, ¡terror!, olvidamos ponernos desodorante; vamos por la vida con nuestra receptiva nariz lista para captar aromas que nos remiten a otros tiempos y situaciones —de hecho, podemos viajar en el tiempo y en el espacio gracias a un olor determinado—, olores de todos los días y, ¿por qué no?, hedores nauseabundos. Sin embargo, no todos olemos igual, ni detectamos los mismos olores, ni los percibimos con la misma intensidad.

Esto no lo viven los anosmáticos. Tres son los tipos de anosmia —como se conoce al padecimiento proveniente del prefijo άν- /án/, «privado», y del griego oσμή /osmé/, «olor»—: la congénita, detectada desde el nacimiento; la traumática, producto de un accidente; y la temporal, que ocurre por alergias o rinitis. Las dos primeras son incurables; la tercera puede tratarse con gran efectividad.

No existen cifras claras respecto al porcentaje de personas que la padecen alrededor del mundo; algunos dicen que aproximadamente 2% de la población. Por otra parte, gracias a la invención de narices electrónicas, los anósmicos podrían alejarse de riesgos potenciales, como un incendio o una fuga de gas, y, como un logro adicional, desde niños sabrían por qué su madre manotea y está furiosa.

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Estratosférico

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Lo estratosférico es lo que se encuentra muy, pero muy arriba de nosotros, fuera del alcance de todos los que tenemos los pies en la Tierra, y normalmente equivale a aquello que se eleva por los aires —como el dólar, que ha estado por las nubes en los últimos tiempos, casi en la estratosfera.

¿Y dónde está la estratosfera? Pues allá arriba, en la atmósfera; de hecho, es la capa1 Recordemos que la Tierra es como una cebolla, es decir, una esfera dividida en capas, cuyos nombres también involucran el término esfera: litosfera —de litos, «piedra»—, «esfera de piedra»; hidrosfera —de hidro, «agua»— «esfera de agua»; biosfera —de bio, «vida»—, «esfera de vida»; , y atmósfera, de atmós, «vapor o aire», «esfera de aire». situada, aproximadamente, entre los 12 y los 100 km de altura, la cual filtra las radiaciones ultravioleta del Sol, gracias a que en ella se encuentra la capa de ozono.

Ahora bien, la palabra estratosfera proviene del latín stratus, participio de sterno, que quiere decir «extender», y del griego σφαîρα /sfaira/. Por ello es que, aunque el diccionario la defina sólo como la zona superior de la atmósfera, nosotros, en el habla coloquial, la empleamos para adjetivar cosas o situaciones que consideramos más allá de lo que podemos conseguir con sólo estirar nuestros brazos.

Y como este artículo busca ser todo, menos estratosférico, hasta aquí con esta palabrota de altura.

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Hierático

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Desentrañando la historia de esta palabrota, que no sólo suena solemne y enigmática sino que realmente lo es, nos encontramos con una raíz griega que ha sido de lo más prolífica: ιερ, hier-, que se refiere a lo sagrado, a lo inalcanzable, a lo reservado a unos cuantos, a lo intocable.

Derivadas de esta raíz encontramos en el español palabras como jeroglífico, que combina ιερός-, hierós-, con –glyphos, de γλιφέ, glifé, y éste de γλιφειν, glífein, que por su parte significa ‘cincelar’ o ‘grabar’, y se trata de aquella escritura originalmente grabada en piedra que era propia de los antiguos sacerdotes egipcios, más ceremonial, elevada y compleja que la demótica, por lo que también se le llama hierática —evidentemente por la misma raíz—.

De ella también deriva jerarquía —ιεραρκια, hierarquía—, o sea, el orden o gradación de personas, valores o dignidades altas, y jerarca —ιεράρχης, hierárques—, aquel que está en la cima de esa jerarquía.

Pero hierático es un término más serio todavía, más elitista en cierto sentido, porque «se aplica a las cosas reservadas exclusivamente a las funciones sagradas y a los sacerdotes». Eso sí, siempre y cuando se refiera a religiones «paganas»; por ejemplo, no se puede decir que la eucaristía o el yom kippur son actos hieráticos, pero sí que los antiguos etruscos tenían ritos hieráticos.

Lo hierático también se aplica a la expresión de las facciones de las personas y particularmente de las figuras pintadas o esculpidas que están en templos o santuarios, y a veces se dice que estas mismas figuras son hieráticas: «Vimos un templo plagado de hieráticos rostros en piedra».

Pero en nuestro hablar diario, esta palabra sólo la podemos utilizar para hablar de una pintura o la cara de una persona que es tan severa y adusta que no deja traslucir ningún sentimiento. Y así podemos decir cosas como: «El papá de mi amiga nos hizo un gesto hierático» o «La Mona Lisa tiene una expresión hierática».

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Ínfula

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Me dolía el hígado cada vez que Laura entraba al salón, siempre más tarde que todos. Ya hasta me había aprendido su ritual de memoria: tocaba la puerta y sin esperar respuesta, la abría; luego, toda sonrisas, miraba al profesor como diciendo «ya llegué»; después, claro, tomaba asiento al lado mío y terminaba el ritual con un suspiro triunfante que retumbaba en mis oídos.

La odiamos desde el día que abrió la boca por primera vez, interrumpiendo la clase para citar una frase de Nietzsche que no venía al caso y que ni siquiera alcanzó a completar. Luego le dio por integrar a sus participaciones las crónicas enteras de sus hazañas por Japón y las islas griegas, y por intercambiar con el profesor Schulze frases en alemán que nunca traducía para nosotros.

Por supuesto, para el momento en que quiso bajar de su nube y convivir con los mortales ya todos la odiábamos. Para nosotros, esa compañera era poco menos que insufrible, porque se creía «la mamá de Tarzán», se sentía la «divina garza», se daba muchas ínfulas.

Según el drae, la palabra ínfula es sinónimo de presunción o vanidad, y se utiliza en la frase «darse muchas ínfulas», al referirnos a una persona soberbia o cretina o que se cree superior a los otros, en cualquier sentido.

Este tipo de personas destacan irremediablemente en cualquier lugar donde se presenten, porque disfrutan haciendo partícipe al otro de su «superioridad». Nunca serás más guapo que ellos o más talentoso o sabrás más sobre algún tema… porque ellos siempre serán «uno más que tú», y se esforzarán por que lo sepas; aunque otra versión son aquellos que aun sin hablar destilan aires de grandeza.

Esta palabrota proviene del latín infula ‘banda, cinta’, y antiguamente se refería a una venda o tira a manera de diadema —normalmente blanca o morada— que utilizaban los sacerdotes paganos y los reyes como distintivo de su dignidad. Ésta era retorcida a manera de guirnalda, y se cubría con ella cualquier parte de la cabeza donde hubiera cabello, y al final la ataban por detrás con otras dos cintas llamadas vittae —también significa ‘cinta’—, que pendían de ella, una por cada lado.

En la actualidad, así se les nombra a cada una de las dos cintas que se encuentran en la parte posterior de la mitra episcopal —el típico sombrero utilizado por los obispos de la Iglesia católica y otras confesiones cristianas— y que funcionan también como ornamento.

Se dice que antiguamente, las ínfulas adornaban los altares, los templos y a las víctimas que iban a ser sacrificadas; y era según el número y la riqueza de las ínfulas que llevaban, como se determinaba la importancia de la víctima. De ahí proviene el dicho «víctima de muchas ínfulas» o la expresión «se da muchas ínfulas», que utilizamos para referirnos a aquéllos que sienten que no los merece ni el suelo que pisan, como Laura,1 De laurate, ‘alabar’ en latín.
que hasta el nombre le quedaba.

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Trotamundos

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Si yo no tuviera la necesidad de trabajar, seguramente me colgaría una mochila al hombro y partiría a conocer todo el mundo, o al menos América Latina, como lo hizo en su juventud el buen «Che» Guevara.

O, ya de perdida, viajaría por toda la República Mexicana, que sin lugar a dudas también tiene lo suyo.

En fin, la cuestión es que me encantaría acumular kilómetros y kilómetros bajo mis pies y convertirme en una trotamundos, que el drae define como «persona aficionada a viajar y recorrer países», y que se forma con el verbo trotar —que probablemente venga del francés trotter o del italiano trottare, y éstos, a su vez, del alto alemán antiguo trottôn, que de forma coloquial significa «dicho de una persona: andar mucho o con celeridad»—, y mundo, del latín mundus, que significa «conjunto de todas las cosas creadas» o «planeta que habitamos».

Al final de sus días, un trotamundos tendrá la satisfacción de haber vivido como le dio la gana, porque es innegable que eligió explorar el globo terráqueo por puro placer, no por obligación, aunque habrá trotamundos que incorporen su afición con la chamba, como el compositor y cantante francés Manu Chao, que recorre el planeta por su interés en compartir su música y para colaborar con luchas sociales.

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Panacea

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Si lo que deseamos es encontrar la cura para todos nuestros males, debemos conocer esta palabrota.

Etimológicamente, panacea viene del griego πανάκεια, panákeia, que evoca directamente a la diosa Panacea, cuyo nombre a su vez proviene de panakes, «que lo cura todo» —de la raíz πάν, pán, ‘todo’, y de άκος , ákos, ‘remedio’—.

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Luego se transformó en el latín panacéa, que significa «remedio universal». En la mitología griega, Panacea era hija de Asclepio, dios dedicado a la medicina y a la cura de los enfermos, y de Epíone o Lampetia. Panacea y sus hermanos —Yaso, Higía, Macaón y Podalirio— ayudaban a su padre en su ardua labor y cooperaban en la creación de medicinas.

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Entonces, la palabra panacea —que no debemos confundir con la Pangea o con algún producto de la panadería— se refiere a un mítico remedio capaz de sanar todas las enfermedades e, incluso, prolongar indefinidamente la vida. Por ello los alquimistas —los mismos que querían transformar la materia en oro y que vivían persiguiendo otras transmutaciones poco plausibles— la buscaron durante mucho tiempo, y no sólo en su versión de fuente de la eterna juventud o como medicamento que curara todos los males, sino como la fuente de «la verdadera salvación»; se trata, pues, de «la pócima infalible», «el elíxir divino».

La panacea ha sido necesaria desde tiempos inmemoriales, y hoy nos serviría para solucionar los muchos males que aquejan a nuestro planeta, como las hambrunas, la escasez de agua o el calentamiento global. Sin duda, sería increíble disponer de ella en botecitos, emulsión, pastillas o jarabe, ¿o no?

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Circunscrito

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Esta palabra proviene del latín circumscriptus, que, como nos señalan el drae y el Diccionario de uso del español de María Moliner, es el participio irregular de circunscribir; ésta a su vez deriva del latín circumscribĕre, y el drae nos dice que significa «reducir a ciertos límites o términos algo».

Circunscrito significaría «limitado», por ejemplo: «Su ámbito de actuación está circunscrito al municipio de San Juan»; en América del Sur se usa también circunscripto.

En geometría se refiere a «formar una línea cerrada o superficie que envuelva exteriormente a otra figura, por contener todos sus vértices o por estar compuesta de lados o caras tangentes todos ellos a la figura interior o inscrita».

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Pan coupé

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Hace varios años, cuando visité la exposición «Instrumentos de tortura y pena capital», en el antiguo Palacio de la Inquisición —luego sede de la Escuela Nacional de Medicina y ahora Museo de la Medicina Mexicana—, escuché al salir a un par de personas opinar sobre la fachada del edificio: «¡Qué maravilloso pan coupé!».

Al buscar el significado de la palabra, me llevé la sorpresa de que se trata de un galicismo que no registran los diccionarios —ni siquiera el de mexicanismos—, pues se compone de dos palabras en francés: pan y coupé, que significa «corte de cara» y cuya traducción idónea sería «chaflán».

Cuando el arquitecto Pedro de Arrieta trazó el Palacio de la Inquisición en 1736, el chaflán era un recurso arquitectónico muy frecuente, sobre todo, para hacer más notable la majestuosidad de ciertas construcciones oficiales.

El chaflán —del francés chanfrein— es un plano largo y estrecho que, en lugar de esquina, une dos paramentos o superficies planas que forman un ángulo. Si se toma una hoja de papel y se le dobla una esquina, el triangulito que resulta forma un pan coupé.

Entre los años 20 y hasta los 60 se retomó el pan coupé —o pancupé, en español, aunque los arquitectos también sugieren llamarle chaflán— en las casas de las colonias Del Valle, Narvarte, Nápoles, Polanco, Roma y Condesa de la ciudad de México.

Estas construcciones tienen un alto costo habitacional por su ubicación céntrica y por la amplitud de sus departamentos; sin embargo, son inmuebles que aún no están catalogados ni considerados como patrimonio cultural, a pesar de que muchos se han vuelto emblemáticos.

Aunque la palabra se encuentra prácticamente en desuso, aún se usa en la redacción de muchas leyes catastrales de ayuntamientos o municipios del país, como en el artículo 25 del Reglamento de la Ley de Catastro del gobierno del Estado de Morelos: «… asimismo, son regulares los predios en pancoupé situados en esquina o de forma triangular con dos o tres frentes a la calle».

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Furtivo

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Gómez de Silva y Moliner coinciden al afirmar que se forma de las palabras latinas furtum, ‘robo’ e ivus, ‘que tiende a’, las cuales hacen furtivus, es decir, «clandestino, secreto, hecho a escondidas».

El drae aporta que esta palabrota se puede referir a «una persona que caza, pesca o hace leña en finca ajena, a hurto de su dueño». Románticamente, se puede aplicar también a un ósculo —beso—, como en el poema de Gilberto Owen acerca de «aquel primer beso furtivo [que] mi suplicante audacia [...] robó al candor esquivo [...]».

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